Torta de zanahoria

Hoy en día no suena extraño pensar en una torta de zanahoria, pero hace cuarenta años sí lo era. Nací el año 1975, en un día como hoy. Desde que tengo memoria mi mamá me preparaba una torta de zanahoria con nueces, húmeda, de consistencia perfecta, y un color que nada tenía que ver con las tortas de moda de la época. No sé cómo llegamos a eso, si fue casualidad primero y luego se transformó en algo más permanente a propósito de haberle dicho que me encantaba. Puedo cerrar los ojos y recordar exactamente cómo era. He comido muchas otras después en la vida, pero nunca una igual a esa. Me encanta poder recordar tan precisamente su sabor. 

Recuerdo la última vez que me hizo una, ya estaba en silla de ruedas y no podía mover muy bien su cuerpo por el dolor de las metástasis en los huesos. Llegó a mi casa con la torta, afligida porque se le había “desarmado”. Es verdad, estaba plana como un plato y no se veía linda. Pero no importaba, había en ella toda una vida de historia, y la conciencia clara de que ésa sería la última oportunidad: la de hacerla -para ella-, la de recibirla -para mí-. Y el sabor era perfecto, y perfecto fue ese regalo. La saboreé feliz, no triste, feliz por la fortuna de esos minutos. Un mes y cinco días después de ese cumpleaños murió.

Hace un par de días volvimos de la playa y aunque aún no era mi cumpleaños decidí comprarme una torta de zanahoria, muy distinta: de harina de almendras endulzada con alulosa (llevo varios años haciéndole el quite al azúcar). Así que llevo dos días sentándome con toda la calma del mundo para saborear un trozo de ella, para volver a sentirme afortunada. No sabe igual, pero me rememora el agradecimiento por todo lo que recibí de ella.

Son las 3:15 de la tarde de este 23 de Septiembre, hasta ahora el día ha sido perfecto, con tanta tanta conciencia del regalo de un año más, de un día más. A veces es tan fácil ser feliz.